
Había café caliente, ilusión a raudales y hasta la sensación de que esta vez todo iba a salir bien. Pero bastó una llamada, un mensaje, una noticia inesperada… y el castillo se vino abajo. Como cuando llevas media hora montando un mueble de IKEA y descubres al final que te falta un tornillo. Todo se detiene de golpe.
Y claro, ahí estamos nosotros, con cara de póker. Porque no hablamos de cosas pequeñas: hay quienes viven su fe con una coherencia admirable, y aun así un día reciben un golpe que les sacude hasta el alma.
- Un diagnóstico que obliga a dejarlo todo.
- Una pérdida que abre un vacío imposible de llenar.
- Un cambio laboral que arrasa con la estabilidad tan cuidada.
- Una decisión que la razón grita que hay que tomar, pero que el corazón se niega a aceptar.
- Un acontecimiento que parecía alegría y termina en un silencio doloroso.
La primera impresión es demoledora: “¿De qué ha servido mi fe? ¿Por qué justo ahora? ¿Me ha hundido Dios el plan?”.
Lo fácil y lo difícil de confiar en Dios
Cuando todo nos sale redondo, no escatimamos en frases: “¡Qué bueno es el Señor!”, “¡Qué efectivas han sido mis oraciones!”, “En el fondo sabía que Dios no falla”… Ahí vamos sobrados de fe y de sonrisas.
Pero cuando las piezas no encajan, la cosa cambia. No hay palabra amable que consuele y uno pasa de la gratitud a la queja en tiempo récord. Y salen pensamientos como: “Tanto rezar… y al final no ha servido de nada”, “He confiado en vano”, o esa frase que lo resume todo: “Me dejó con la fe en la mano y los planes por los suelos”.
¿Te suena? Claro que sí. Porque lo hemos pensado todos alguna vez. Y aunque lo neguemos, lo cierto es que tratamos a Dios como si fuera un mayordomo cósmico: cuando me hace caso, perfecto; cuando no, lo pongo en la lista negra.
Un ejemplo en clave de humor: la película Como Dios
Incluso el cine, en clave de humor, se atrevió a mostrarlo. En Como Dios, Bruce Nolan (Jim Carrey) desafía a Dios reprochándole lo mal que está administrando el mundo. Dios acepta el reto, le otorga todos sus poderes y lo conmina a hacerlo mejor que Él, juega a ser todopoderoso y, como buen humano, empieza a conceder deseos a lo loco. Resultado: un caos monumental. Y ahí entendemos que, si Dios nos diera todo lo que pedimos, nuestras vidas acabarían peor que un coche sin frenos en plena bajada.
Lo que refleja nuestra sociedad
1. La cultura del control absoluto
Nos creemos dueños del calendario y de los resultados. Queremos planificar hasta el último detalle, y si algo se rompe, entramos en pánico. El problema no es organizarse, el problema es cuando el plan se convierte en nuestro dios.
2. El rechazo al fracaso y al dolor
El mundo vende que el fracaso es un enemigo y que el dolor no tiene sentido. Pero en el fondo, son esos momentos los que nos abren los ojos y nos hacen crecer. El problema es que preferimos distraernos, anestesiarnos y fingir que nada pasa.
3. La inmediatez de las respuestas
Vivimos en la era del clic, y queremos que Dios funcione como Amazon Prime: “lo pido hoy y mañana lo tengo en casa”. Pero Él no trabaja con plazos de 24 horas. Su tiempo es otro, como el de una semilla: parece que todo muere, pero en silencio empieza lo más hermoso.
4. La confianza puesta en lo material
Éxito es tener, no ser. Y cuando se derrumba un proyecto económico, laboral o afectivo, sentimos que el mundo se acaba. Pero quizá Dios solo está derribando castillos de arena para que edifiquemos sobre roca firme.
5. La fe puesta a prueba como testimonio
Confiar en Dios cuando todo va bien no tiene mérito. Lo difícil es seguir agarrado a Él cuando se nos cae la vida encima. Y, aunque cueste, ahí está el verdadero testimonio: no en aparentar una fe perfecta, sino en no soltar su mano en medio del temblor.
Y sí, escribirlo aquí es muy fácil… pero vivirlo es otra historia. Yo mismo tendría que confesar que más de una vez me descubro en el refrán de toda la vida: “Consejos vendo y para mí no tengo”. Porque cuando me toca a mí, me derrumbo igual que cualquiera. Pero quizá ahí está la clave: en reconocer nuestra fragilidad y dejar que sea Dios quien haga fuerte lo que nosotros no podemos sostener.
Cuando lo que parece un desastre es parte del plan
Por eso, lo que hoy nos parece un “desastre” puede ser el modo más delicado que tiene Dios de decirnos: “No es por aquí. Confía, porque yo sé lo que tú aún no ves.”
Claro que esto no siempre se entiende. Conozco a personas que, al ver cómo se rompieron sus planes, se enfadaron con Dios y se quedaron ahí, enrocados en esa herida. Y no vale de nada soltarles sermones o forzarles a hablar de Dios: para ellos se ha convertido en enemigo.
Lo único que sirve en esos casos es la cercanía silenciosa, la compañía respetuosa, el estar sin imponer. Porque antes de volver a abrirse a Dios, necesitan volver a sentirse queridos. Solo desde ahí, poco a poco, la herida empieza a curar y se hace posible volver a confiar.
Y quizá algún día, con el corazón menos roto, puedan mirar atrás y descubrir que aquella interrupción que parecía cruel, era también un camino hacia la vida. Pero eso no se imparte: se acompaña.
«Porque yo sé muy bien los planes que tengo para vosotros —oráculo del Señor—, planes de prosperidad y no de desgracia, de daros un futuro y una esperanza.»— Jeremías 29,11
La canción “Fe y Esperanza” de Full Life Music nos recuerda que incluso en medio de la tormenta hay motivos para confiar. Un complemento perfecto para leer esta reflexión con el corazón abierto.
No hay comentarios
✨ Este espacio está abierto a tu opinión, reflexión o incluso a ese desacuerdo que quieras compartir, siempre con respeto, sentido común y, si se puede, con un toque de buen humor 😉. Aquí no se trata de imponer razones, sino de abrir preguntas, favorecer encuentros y, con suerte, provocar alguna sonrisa compartida. La crítica es bienvenida cuando viene acompañada de cortesía, porque un comentario puede ser también reflejo de lo mejor que llevamos dentro. Gracias por estar aquí y enriquecer este lugar con tu voz.