El descanso que no sale en las fotos

 

Agosto siempre me ha parecido un mes curioso. Mientras la mayoría lo vive como una celebración del descanso, del ocio, del "por fin desconectar", a mí me suele despertar otra necesidad más silenciosa: la de parar… pero de verdad. No parar para tirarse en la hamaca con el móvil en la mano y decir que estás descansando. No. Parar de verdad. Ese tipo de pausa que asusta, porque no solo detiene el cuerpo: te deja a solas contigo.

Y ya sabemos lo que pasa ahí.

Uno empieza el verano queriendo “vivir intensamente” y acaba... intensamente agotado. Eso sí, con la galería del móvil a reventar: pies en la arena, cóctel en mano, alguna puesta de sol y tres selfies en modo espontáneo (que costaron tropecientos intentos y una pelea con el enfoque). Pero por dentro… ¿qué? Porque nadie te dice que puedes estar en modo vacaciones y aún así seguir huyendo. Solo que con el pasaporte en la mano y la sensación de que cuanta más distancia recorras, más cerca estarás de ti. Aunque luego resulta que has cruzado medio planeta… y sigues igual de lejos por dentro.

Y así nos pasa: volvemos cargados de fotos, anécdotas y ganas de contarlo todo. Los primeros días compartimos entusiasmados lo vivido: “¡Mira esta!”, “¡Y aquí el atardecer en la cala secreta!”, “¡Y este soy yo comiendo en el sitio aquel!”. Todo muy bonito. Todo muy Instagramable. Pero luego… pasa el alboroto. Y entonces, sin filtros ni público, aparece la pregunta silenciosa: "¿Qué he ganado de verdad? ¿Qué me he llevado más allá del recuerdo?" Porque sí, lo hemos pasado bien, hemos desconectado del correo y del despertador… pero ¿hemos conectado con nosotros mismos? ¿O seguimos igual de lejos por dentro, solo que ahora con un álbum más lleno y la batería más vacía?

Yo también he pasado por ahí. Y por eso, hace tiempo, decidí cambiar el enfoque. Hacer algo distinto. Algo que no se ve tan bien en Instagram pero que transforma mucho más que cualquier filtro: regalarme una pausa interior. Una que no siempre tiene tumbona ni menú degustación, pero sí un silencio que alimenta. Y a veces, sí: hasta tiene vistas al mar. O a una sierra perdida. O a ese rincón escondido donde el alma, por fin, se siente invitada.

Hablo de los Ejercicios Espirituales. Sí, con mayúsculas. Porque no son una moda de autocuidado ni un curso de mindfulness con incienso. Son una experiencia de verdad. De esas que te agarran por dentro y, con delicadeza —y alguna que otra sacudida— te ayudan a ver lo que importa.

Solo darte cuenta de que por dentro, algo —o Alguien— sigue esperando su turno.

Ignacio de Loyola no nació santo ni buscaba el silencio interior: lo suyo eran las batallas, las conquistas y los sueños de grandeza. Pero en 1521, una bala de cañón interrumpió su camino triunfal. La herida fue física, pero lo que ocurrió después fue mucho más profundo. Durante su convalecencia, sin distracciones ni glorias que perseguir, empezó a mirar hacia dentro… y descubrió un universo desordenado pero habitado. Así nació su conversión. Y fruto de ella, los Ejercicios Espirituales: un camino que no impone creencias, sino que propone una experiencia. Una manera de ordenar la vida, descubrir el sentido, y —si uno está dispuesto— dejarse encontrar por Dios.

Cinco siglos después, lo sorprendente es que siguen más vivos que nunca. No porque se hayan modernizado, sino porque lo que proponen responde a lo que hoy más falta nos hace: paz interior, sentido profundo, reconciliación con uno mismo. Aunque nacieron en el corazón del siglo XVI, los Ejercicios trascienden credos y etiquetas. Son practicados incluso por personas sin fe, porque ofrecen algo que hoy escasea: silencio habitado, discernimiento, y una guía para reencontrarse con lo esencial. Puede ser en cinco días, en un fin de semana o en un retiro prolongado. En soledad o acompañado. Con fe o con la simple sospecha de que hay algo más. Pero en todos los casos, con la posibilidad real de cambiar de mirada… y de vida.

Lo curioso es que, en plena era de gratificaciones instantáneas, sigue habiendo personas dispuestas a pasar unos días en silencio, dejando que alguien les acompañe sin juzgar, solo para mirar hacia dentro con calma. Yo he sido una de ellas. Y cada vez vuelvo distinto. Más ligero. No porque haya hecho dieta, sino porque dejé de tragarme tantas cosas.

¿Hace calor? Sí. ¿Cuesta? También. ¿Vale la pena? Mucho. Porque puede que al volver no tengas tantas fotos, pero sí algo que pesa menos que una maleta: paz. De esa que no sabes bien explicar, pero que se te nota en la cara.

Y cuando alguien te diga: "¿Tú qué hiciste este verano?", quizás puedas responder con media sonrisa: "Descansé... por dentro". Y si se quedan con cara de emoji confundido, tú añade: "Lo que viene siendo un detox espiritual. Sin zumos verdes ni incienso. Solo yo, mi historia, y Alguien que me mira con ternura".

Hazlo no porque estés en crisis, ni porque te sientas especialmente mal. Hazlo porque quizá llevas tiempo funcionando en automático. Porque hay días en los que todo va bien, pero tú no. Porque intuyes que podrías vivir con más hondura, con más claridad, con más libertad interior.

A veces, lo más urgente no se ve. Se percibe solo cuando el silencio lo deja subir a la superficie. Por eso estos días de pausa no son un lujo, ni una rareza: son una forma real de cuidado. De afinación. De reencuentro con lo que de verdad importa.

Y no necesitas cambiar de vida para empezar. Solo hacer un pequeño alto. Un gesto sencillo pero valiente: parar y escuchar. Puede que al principio dé vértigo. Pero luego… luego algo se recoloca. Y no es mágico. Es humano. Y profundamente necesario.

Así que si agosto te da pereza, si te sobra sol pero te falta paz, si no sabes qué hacer pero sabes que así no quieres seguir… entonces quizás esta invitación era para ti.

Si algo de todo esto te ha hecho clic —aunque sea uno de esos clics flojitos, casi imperceptibles, que se oyen solo por dentro—, escríbeme. Pincha en el icono 🔰 y podrás acceder directamente a mi página de contacto. Sin prisa, sin compromiso. Solo para que pueda contarte cómo se vive esta experiencia, dónde se pueden hacer retiros… y quién sabe, quizás incluso coincidimos en el mío, que será la última semana de agosto.

Porque a veces, basta un clic interno… para empezar un camino nuevo.

A veces, después de mirar hacia dentro, uno necesita también levantar la mirada.
Esta canción de Alfareros me acompaña muchas veces cuando ya no busco respuestas, sino simplemente ofrecer lo que soy.
Porque después del silencio... llega el canto.

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