
El regreso que despierta un vacío más profundo
Que las vacaciones se acabaron. Que algunos, al leer mi último post de forma privada, me comentaron que teníamos derecho a ese descanso… y que no se veían reposando en algo “aparentemente austero”. Y ocurre lo de cada año: llega la hora de volver, y el desasosiego —de forma sutil y silenciosa— empieza a avanzar hacia nosotros. La vuelta a la “normalidad” se vislumbra como una cima imposible de escalar.
Todo ya se esfumó. Solo queda el recuerdo y la frase de rigor: “me lo he pasado muy bien”. Y, de repente, te descubres haciendo inventario mental de lo vivido… como quien repasa la lista de la compra: “playa, apuntada; comida rica, disfrutada; siesta, cumplida; fiesta, bailada; excursiones, pateadas; turismo, exprimido hasta la última foto”. La mente se aferra a esos momentos como si fueran un salvavidas, mientras el calendario se ríe en tu cara y te recuerda que la siguiente escapada está tan lejos que, para cuando llegue, habrán cambiado hasta los escaparates del barrio.
Y entonces, sin que nadie lo diga en voz alta, empieza a colarse esa sensación de que algo falta. Porque las fotos están, las anécdotas también… pero hay un vacío que no se llena con imágenes ni likes.
Hace tiempo quería escribir sobre la tristeza
Ese pequeño desaliento que muchos sienten al volver de las vacaciones me hizo pensar. Hace tiempo que quería escribir sobre la tristeza, no la pasajera ni la que se cura con un descanso, sino esa que se instala más hondo, silenciosa y persistente. No es un tema cómodo, lo reconozco: quizá porque asusta mirarla de frente, quizá porque en nuestra sociedad se prefiere taparla con ruidos y distracciones. Pero al final siempre vuelve, y no hablar de ella no la hace desaparecer. Así que hoy me atrevo, porque sé que no soy el único que la ha sentido.
Una sociedad que vive anestesiada
No hablo de los días grises que todos tenemos, ni de una pena puntual que se cura con tiempo o compañía. Hablo de una tristeza de fondo, como una música suave que está siempre ahí, aunque intentemos subir el volumen de otras cosas para taparla. Y la sociedad, con su prisa y sus pantallas, se ha vuelto experta en disimularla. A veces, incluso en convertirla en espectáculo.
Hoy todo parece diseñado para distraernos de lo que sentimos: series maratonianas, notificaciones constantes, planes improvisados, compras que prometen alegrarnos la semana. Pero es curioso… cuanto más llenamos la agenda, más hueco queda dentro. Como si fuéramos casas con todas las luces encendidas por fuera, pero con habitaciones vacías por dentro.
Cuando la diversión no llena el alma
En algunos extremos, esa tristeza se convierte en una carga insoportable y termina arrebatando la vida. No son pocos, sino una cifra que debería estremecernos, y lo más doloroso es que cada vez alcanza a personas más jóvenes. Yo mismo he conocido historias que me dejaron en shock, y no desde el juicio, sino desde la compasión: intentando imaginar el mundo de sufrimiento que habrán soportado, cómo esa pena los fue envolviendo poco a poco, como la araña a su presa.
Pero la gran mayoría no llega a ese extremo. Vive con esa tristeza como una compañera silenciosa, aprendiendo a convivir con ella a base de distracciones: trabajo, consumo, ruido, alcohol, pantallas. Y así, año tras año, nos acostumbramos a funcionar con el alma baja de batería.
Y es que hemos adulterado tanto la palabra felicidad que muchos ya no saben qué significa. Creen que ser felices es encadenar momentos agradables, de diversión, de consumo rápido y compañía efervescente… pero eso no es felicidad, es solo distracción. Es un alivio breve que no alimenta por dentro. Y así, confundiendo bienestar con plenitud, nos vamos vaciando sin darnos cuenta.
Jóvenes, mayores… la misma tristeza con distintos rostros
En los jóvenes, esta tristeza a veces se disfraza de memes y risas en grupo, pero basta con rascar un poco para encontrar miedos, comparaciones y esa sensación de no estar a la altura de lo que se espera. En los mayores, se cuela en la soledad de las casas donde el teléfono suena menos de lo que debería, o en esas conversaciones donde se habla de ellos como si no estuvieran presentes. Y entre unos y otros, un océano de incomprensiones que nadie parece querer valorar.
Pedir ayuda: inteligencia y valentía
Yo también he sentido esa soledad y ese desánimo, aunque fuera por poco tiempo. Por eso sé que pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de inteligencia. Que abrirse y hablar con alguien puede ser el primer paso para que la tristeza deje de tener tanto poder.
Volver a lo esencial
Quizá nuestra sociedad esté triste porque nos hemos olvidado de cuidarnos de verdad. Porque hemos cambiado el contacto por la conexión, la conversación por el mensaje rápido, la compañía por el consumo. Y necesitamos volver a lo básico: mirarnos, escucharnos, estar presentes. No solo cuando hay algo que celebrar, sino también cuando hay que sostener un dolor.
No es fácil. Implica nadar contracorriente en un mundo que prefiere lo inmediato a lo profundo. Pero he visto —y vivido— que vale la pena. Que en medio de tanta prisa, un abrazo sincero puede ser más terapéutico que mil likes. Que un café sin móvil puede más que cien frases motivadoras en redes. Que una mirada atenta puede rescatar a alguien de un día muy oscuro.
No tengo una receta mágica contra esta tristeza social. Pero sí una convicción: no estamos hechos para cargar solos. Y si hoy te reconoces en estas líneas, si sientes que llevas tiempo arrastrando un cansancio que no entiende de vacaciones, quizá sea momento de parar. De buscar un espacio donde puedas decir en voz alta lo que te pesa. Donde nadie te interrumpa con “venga, anímate” y donde sepa que tu tristeza tiene permiso para estar… y para transformarse.
Tal vez, en ese lugar, descubras que la tristeza no es un enemigo, sino una señal. Una que te invita a mirar qué está pidiendo tu corazón. Una que, atendida con paciencia y verdad, puede abrir la puerta a algo más luminoso.
Mi regreso interior
Y, como lo prometido es deuda, quiero enlazar lo compartido en el post con mi propia experiencia: os dejo unas líneas sobre lo que fueron mis cinco días de Ejercicios espirituales. Mientras reflexionaba sobre la tristeza que atraviesa nuestro mundo, este retiro se convirtió en un espacio donde Dios me invitó a mirar más hondo, a reconocer esas heridas humanas y, al mismo tiempo, a descubrir cómo la esperanza puede abrirse paso incluso en medio de tanta oscuridad.
Ha sido un tiempo intenso y fecundo: llegué con preguntas que pedían respuesta, con la urgencia de encajar piezas que no terminaban de cuadrar y de soltar otras que me pesaban demasiado. Y, como suele hacer Dios, me sorprendió con nuevas preguntas que escondían sus propias respuestas, con propósitos que no traía en la mochila y con afectos que necesitaban encontrar su lugar.
Agradezco de corazón a quienes me habéis acompañado con vuestra oración y también a los que, sin compartir la fe, me regalasteis vuestro aliento sincero. Todo ese cariño ha sido parte de la obra de Dios en estos días. Me quedo con una certeza que ilumina este regreso: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16, 22).
Si alguna vez lo necesitas
Y si alguna vez sientes que lo que llevas dentro pesa demasiado, no tienes por qué cargarlo en silencio. A veces basta con alguien que escuche de verdad, sin prisas ni juicios. Yo mismo he necesitado apoyarme en otros y sé lo que alivia encontrar una voz amiga. Así que, si alguna vez necesitas desahogarte, aquí me tienes: dispuesto a escuchar, aunque sea en silencio, porque sé que la tristeza se hace más ligera cuando se comparte.
Un guiño de esperanza: siempre se puede estar “mejor que ayer”. Volver a empezar también tiene banda sonora.
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