Uno de mis yernos —que me ha dado permiso para
mencionarlo— lleva tiempo con el corazón entreabierto hacia la fe. Su alma
empieza a intuir algo más grande, algo que lo atrae con suavidad. Pero su
razón, aún aferrada a certezas, no termina de soltar el timón. Está en ese
umbral delicado donde el alma se abre, pero la mente todavía pide garantías. Y
ese camino personal suyo, vivido con sinceridad, nos ha regalado también algo
muy valioso: conversaciones familiares llenas de sentido, de preguntas profundas,
de debate respetuoso… y de esas pequeñas chispas que a veces solo saltan cuando
uno se atreve a hablar de lo esencial.
Hace poco, en una de esas conversaciones que dejan eco,
me dijo:
“Ojalá pudiera creer. Todo lo que he leído, lo que he
pensado, me ha acercado un poco más… pero todavía me falta ese algo para decir:
Sí, creo. Y además, los que creéis, parece que lleváis otra mochila: enfrentáis
las dificultades con otra fuerza, como si tuvierais un fondo de reserva que los
demás no tenemos. Creo que tenéis más ventajas que los que no creen a la hora
de afrontar las contrariedades”.
Me pareció una buena reflexión. Le di una respuesta
puntual, pero preferí no extenderme demasiado en ese momento. Pensé que aquello
merecía una conversación con más tiempo. Más tarde, al recordar lo que me dijo,
me vinieron a la mente tantas dudas, tantas noches en las que confiar en Dios
se ha sentido más como una carga que como una luz… y cómo, a veces, vivir desde
esta certeza puede ser tan desafiante como vivir sin ella.
Porque sí, a simple vista, creer parece dar ventajas. Es
como tener un buen paraguas cuando cae un chaparrón inesperado: no te quita la
lluvia, pero te ayuda a no mojarte tanto. Pero lo que no siempre se ve es que
ese paraguas también se revienta con el viento, o que a veces no te cubre del
todo y acabas calado igual.
Seguir a Jesús no es caminar por un parque bien cuidado;
es más bien entrar en una senda estrecha, embarrada, con piedras que te hacen
tropezar y con momentos en los que no ves ni medio metro más allá. Hay días en
los que confiar en Él te da una paz inesperada: no porque todo esté en orden,
sino porque, en medio del caos, algo dentro de ti se alinea. Es como si el alma
encontrara su eje, aunque fuera todo siga revuelto.
Pero hay otros días en los que seguirle agota. Agota
física, emocional y espiritualmente. Porque esto no es un camino cómodo. No es
brillante, ni rápido, ni fácil de explicar. Es decir que no cuando todos dicen
sí. Es elegir callar cuando lo fácil sería responder con dureza. Es perdonar
cuando te duele, seguir amando cuando no te nace, levantarte cuando ya no te
quedan ganas. Es remar sin corriente, sembrar sin ver frutos, caminar con sed
entre silencios que no se rompen.
A veces uno se pregunta si no estaría más tranquilo
haciendo como si nada de esto importara. Pero justo cuando esa idea asoma, hay
algo —algo que no se ve, pero que arde— que te dice que no puedes volver atrás.
Porque aunque cueste, aunque duela, aunque parezca que todo empuja en contra,
Él no se va. No te deja solo. Y esa presencia —tan discreta como firme— te
devuelve la fuerza justo cuando pensabas que ya no te quedaba nada. Cambia el
miedo en confianza, el cansancio en sentido y las caídas en pasos nuevos.
Porque cuando uno cree de verdad, cuando ha vivido el amor de Dios de cerca, sabe que incluso en medio del caos, hay luz. Que detrás del dolor hay una esperanza tozuda. Que después de cada renuncia, llega una alegría que no se puede explicar. Y no porque la vida se vuelva más fácil, sino porque ya no se camina solo. Y eso lo cambia todo.
Todas esas personas —que siguen buscando con sinceridad
recibir el don de la fe, a pesar de las dudas que los acompañan— están
recorriendo un camino que tampoco es sencillo. Cuando uno no termina de creer
que hay un sentido más allá, se ve obligado a construirlo por sí mismo, con lo
que tiene a mano. Y aunque eso puede parecer libertad, muchas veces es un peso
que agota.
El apoyo entonces está en lo cercano: las personas, los
afectos, lo que uno hace. Pero incluso así, hay un hueco que no se llena del
todo. Porque, seamos sinceros, ni el mejor abrazo ni el consejo más sabio
terminan de calmar esa sed interior, ese “algo” que falta aunque todo a tu
alrededor funcione bien.
Y aquí me detengo, porque los que creemos —y esto me
parece fundamental— no lo hacemos por haber tenido más méritos, más
inteligencia o más fuerza de voluntad. Creer no es una conquista personal. La
fe, en realidad, ni siquiera nos pertenece: se nos ha regalado. Puro don. Y por
eso no hay espacio para sentirse superior, ni para mirar a nadie desde arriba.
Solo cabe la gratitud y el deseo de acompañar a quien sigue buscando con el
corazón abierto.
Y, sin embargo… cuando los días se hacen cuesta arriba,
los que creemos —aunque a veces tambaleemos— tenemos una convicción que nos
empuja: "esto no es todo, no estás solo, sigue adelante". Es como una voz que no
grita, pero no se apaga. Y aunque a veces se quede en susurro, sigue ahí.
Pero no nos engañemos: hay momentos en que esa voz parece
desaparecer. Hay días —o temporadas enteras— en que rezas y te parece que
hablas solo. En que te preguntas si no estarás repitiendo palabras vacías. En
que la confianza tambalea, y solo te sostiene el recuerdo de otras veces en que
ya pasó… y volvió la luz.
¿Entonces quién tiene más ventajas: el que cree o el que
no? Tal vez esa no sea la pregunta. Lo que marca la diferencia no es tener
todas las respuestas, sino haberse encontrado con Alguien que se vuelve tu
norte. Y eso cambia la manera de caminar. No es lo mismo avanzar por inercia,
que seguir a Alguien que ya ha recorrido el camino contigo en mente.
Conozco a personas sin creencias religiosas que viven con
una nobleza admirable. Personas buenas, generosas, coherentes. Pero también he
visto —y me he beneficiado de— quienes creen, de verdad, no por costumbre,
entregarse con una profundidad que solo puede nacer de un Amor más grande que
ellos. Gente que en medio de su fragilidad encuentra fuerza. Que se parte en
dos para sostener a otros, aun cuando por dentro están rotos. Que acompañan con
ternura y que incluso muestran heroísmo en medio del dolor.
Y, claro, también he conocido creyentes que viven su
relación con Dios como un mérito personal, convencidos de que todo lo que hacen
es fruto de su esfuerzo y voluntad. Creyentes que, en realidad, aún no han
descubierto el corazón de la fe: que todo es don, y que nada verdadero nace
solo de uno mismo.
Confiar en Dios no es una fórmula mágica para una vida fácil. Pero para quienes lo seguimos, es la certeza de que, aunque haya sombra, siempre hay dirección. Aunque haya lágrimas, también hay consuelo. Aunque haya lucha, siempre hay una esperanza que nos empuja desde dentro. Porque no lo creemos de oídas: lo hemos experimentado. Y eso es algo que no se puede borrar.
Por mi parte, aunque creer me trae momentos de silencio y
de lucha, también me da algo que no cambiaría por nada: un sentido profundo que
me sostiene, incluso en mis noches más frías. Y, sobre todo, la certeza de que
lo que sigo no es una idea ni un simple consuelo, sino a Alguien que está vivo.
Alguien que camina conmigo y me enseña cada día que todo, incluso lo que duele,
tiene un propósito.
Y tú, ¿Cómo lo ves?
¿Crees que vivir con fe te hace la vida más fácil… o más complicada?
8 comentarios
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Mil gracias Angel, preciosa reflexión que me interpela con muchísimas preguntas… ¿Cómo vivo yo mi fe? ¿Es una fe social? ¿Es una fe heredada? ¿La vivo desde la rutina o como un cumplimiento? ¿ A qué me compromete? ¿Cómo es mi mirada? ¿Doy testimonio con mi vida?…
ResponderEliminarY muchas más que podría enumerar… pero al final como conclusión, puedo afirmar porque tengo absoluta certeza, que mi fe parte de un encuentro personal con Cristo resucitado presente en mi vida desde que me levanto hasta que me acuesto y durante el sueño. Sè que tengo múltiples debilidades y fallos, pero sé también que Él me sostiene y que camina a mi lado sin juzgarme y con mirada de misericordia.
Afirmó también con rotundidad que ni querría, ni sabría vivir de otra manera. Vivir desde la fe es vivir con esperanza y ver siempre aunque sea una rendija de luz, en los momentos más oscuros. El dolor es más llevadero y el peso más ligero porque en los momentos de más aflicción, Èl nos lleva en brazos.
Un fuerte abrazo Angel y de nuevo muchísimas gracias, tus post son siempre inspiradores.
Queridísima Emma : Gracias de corazón por tu comentario, que más que una respuesta es una confesión profunda, luminosa y valiente. Me emociona saber que la reflexión te ha tocado e invitado a hacerte preguntas tan esenciales… esas que nos devuelven a lo verdaderamente importante.
EliminarTu testimonio es un regalo. Leer cómo vives tu fe, desde la certeza de un encuentro personal con Cristo resucitado, es un soplo de aliento y esperanza para todos los que pasamos por aquí. Qué bello y poderoso es saber que, incluso en la noche más oscura, esa rendija de luz sigue ahí… y que, como tú dices, Él nos lleva en brazos.
Gracias por compartirlo con tanta verdad y sencillez. No sabes cuánto me anima saber que lo que escribo puede ayudar a encender o avivar esa llama interior. Esa es, en el fondo, la mayor alegría: caminar juntos, acompañándonos con palabras, silencios y fe compartida.
Un fortísimo abrazo, y gracias de nuevo por tus aportaciones en cada post.
No sé, mientra leía tu artículo se me vino a la mente a la compañía del anillo cruzando Moria, parece absurdo. Pero seguir la luz que nos permite ver las sombras que nos rodean y nos guía hacia la salida me parecía un buen símil. Además ese momento final en que el guía se interpone entre el mal y la compañía hasta dar la vida para volver más ligero, transformado, también he caído ahora en que es una curiosa analogía. Por otra parte, no siento que sea más fácil la vida del creyente, aunque si es cierto que la gracia fortalece en la lucha contra las adversidades diarias, las que vienen de dentro, de las dudas, del pecado, y de fuera, del rechazo, del constante cuestionamiento de los otros. Sin ella, es imposible avanzar. No siento que perseverar sea cosa de mi fuerza de voluntad, sino que, de alguna manera, alguien me lleva en volandas cuando no hago pie. Y me hace sentir querido y fortalecido cuando mi pecado pesa demasiado.
ResponderEliminarBueno, no sé si al final me he ido por otras ramas, pero es lo que me ha despertado tu reflexión. Saludos.
Hola Rafael,
EliminarTe agradezco mucho lo que compartiste. Esa imagen de la Compañía del Anillo, con la luz que no elimina las sombras pero permite verlas y avanzar, me ha quedado resonando. Porque sí, hay momentos en que todo parece cerrado, confuso, pero algo —o Alguien— nos sigue guiando por dentro, incluso cuando no entendemos nada.
También me identifiqué mucho con lo que dices sobre no sentir que la perseverancia es mérito propio. Hay días en los que, honestamente, siento que me llevan. Que no soy yo el que avanza, sino que me empujan con ternura cuando ya no hago pie.
Gracias por decirlo así, sin vueltas ni solemnidad. Me hizo bien leerte. Un abrazo fuerte.
Hola Ángel, yo soy un un bebé en esto de la fè a pesar de tener ya más de 40 años.
ResponderEliminarFue en uno de los peores momentos de mi vida en el que ya no tenía el control de nada llegando incluso a sopesar el suicidio por segunda vez.
Ahí fue cuando sin planificar y tras leer sobre el camino de Santiago, que a tantas personas ayudó me lancé, fue León,/Santiago y en invierno.
Empecé sin más, fueron pasando días en los que gran parte del trayecto era en solitario y en completo silencio, mirándome los pies y si, largas horas de pensamientos, desesperanza y lágrimas.
Resumiendo, semanas después conocí a Emma la que ahora es mi mejor amiga y fue ella quién de la mejor manera puso hilo gasas y compresas para tapar la hemorragia en la herida abierta que traía.
Despertó mi sed o más bien derecho y verdadera necesidad de sentirme amado por el.
La frase que me ha empujado para escribir es esa que comenta que ni el mejor abrazo te llena completamente, es una sensación que tengo desde hace un tiempo, que a pensar de qué sabes del amor y buena voluntad que pone esa persona en ese abrazo siento que no es el abrazo que busco y necesito.
Un abrazo y mis mejores deseos.
Hola Marcos, bienvenido a este lugar.
EliminarMe ha conmovido profundamente tu comentario. Gracias por abrir tu alma con tanta honestidad y valentía. Lo que compartes no es solo un testimonio: es un regalo. Un acto de generosidad que nace del dolor, pero también de una esperanza que brota incluso en el invierno más crudo.
También yo he pasado por momentos oscuros que dejaron heridas. Solo quiero decirte que conozco ese lugar donde uno se siente perdido. Y fue la fe, ese regalo inesperado, la que poco a poco transformó mi mirada y me dio una luz distinta para seguir caminando, incluso entre sombras.
No pretendo darte lecciones ni respuestas cerradas, solo compartir algo que me nació al leerte. Palabras que también me aplico a mí mismo, porque me ayudan a no olvidar lo esencial: que lo que has vivido, esa transformación en medio del silencio, las lágrimas y el frío, es un tesoro.
Y luego, Emma. Qué importante es que aparezca alguien justo cuando más lo necesitamos. Esos encuentros no son casuales, y tú lo sabes. Hay personas que llegan como vendajes vivos, que no borran la herida, pero ayudan a detener la hemorragia y a volver a creer que sanar es posible.
Cuando remarcas mi frase sobre los abrazos, he sentido una conexión muy honda:
“Ni el mejor abrazo ni el consejo más sabio terminan de calmar esa sed interior, ese ‘algo’ que falta aunque todo a tu alrededor funcione bien.”
Me ha impresionado cómo resonó en ti, como si habláramos desde una misma herida. Tal vez ese “algo” que sentimos que falta sea la señal de un abrazo más grande, el que solo un Amor que no se agota puede darnos.
Gracias por confiar y abrirte así. Has sembrado algo hermoso con tus palabras.
Y una cosa más: acabas de encontrar otro amigo. Aquí me tienes. Caminando también.
Te mando un abrazo sincero, humilde, pero lleno de respeto y gratitud. Porque aunque a veces el camino parezca solitario… nunca lo andamos del todo solos.
«Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (Sal 27)
ResponderEliminarMi propia historia me va enseñando que muchas veces ha sido el saltar al vacío, sin saber muy bien lo que me iba a encontrar, lo que me ha ayudado a crecer y a vivir con más plenitud. Si me dejase llevar por los miedos, nunca daría un paso. Siempre estaría esperando a tenerlo todo claro (¿y cuándo es eso?) Es sutil la diferencia entre temeridad y valentía, entre el riesgo lúcido y la insensatez… pero hay que intentarlo a veces. Muchas decisiones vitales tienen que jugarse en ese difícil equilibrio: lo que sueñas ser en la vida, los estudios que vas a hacer, las relaciones personales por las que apuestas, lo que una está dispuesta a decir y a callar, los proyectos que hay que acometer, las realidades que estoy dispuesta a conocer… A menudo tengo que soltarme de las seguridades, y atreverme a intentar lo nuevo.
Gracias Ángel, es una alegría inmensa leerte, meditarlo y sobretodo... verte en tu blog.
Un abrazo lleno de serenidad, la fe es sentir que la tormenta pasará a pesar que de vez en cuando nos tiemble el alma..
Querida Toñi : Gracias de corazón por tus palabras, tan llenas de verdad, de experiencia vivida y de esa fe que no esquiva la incertidumbre, pero la abraza con valentía.
EliminarEsa imagen del “saltar al vacío” sin garantías, confiando, me toca especialmente. Porque, como bien dices, si esperáramos a tenerlo todo claro, nos quedaríamos quietos… esperando indefinidamente. La vida —y la fe— se vive dando pasos con el alma temblando pero la mirada firme.
Me alegra inmensamente que lo que comparto aquí resuene contigo. Lo que tú has escrito también me anima y me recuerda que en el camino de la fe no caminamos solos. ¡Gracias por hacerme sentir acompañado también!
Un fuerte abrazo, lleno de esperanza.
Ángel