DE ESTOS NO SE HABLA
Anoté en su momento, en mi libreta , un testimonio que me causó una profunda emoción. Tuve conocimiento de él a través del libro de Pablo Domínguez: Hasta la cumbre, del cual os hablé hace unos días.
Vuelven a la carga, con más noticias, de algunos sacerdotes, que en el pasado no supieron vivir su entrega al Señor, pero nunca veo en portada ,que hablen de los que dieron su vida a causa de su fe y sacerdocio. Hoy quiero traer un testimonio estremecedor, para los que meten a todos en el mismo saco y para los que como yo, no paramos de quejarnos ante la más mínima adversidad.
El P.Anton Luli. Es muy poco conocido, al menos hasta 1996, cuando en un congreso de sacerdotes en Fátima ofreció un conmovedor testimonio. A sus ochenta años, acababa de salir de la cárcel donde estuvo encerrado más de cincuenta años. ¡Más de cincuenta años en la cárcel!. A este albanés, en cuanto lo ordenaron, lo metieron en la cárcel y cuando lo liberaron era ya un anciano sacerdote que murió muy poquito después.
Soy albanés y mi país apenas ha salido de las tinieblas de una dictadura comunista de las más crueles e insensatas, que ha dirigido su odio contra todo aquello que podía, de alguna manera, hablar de Dios. Muchos de mis hermanos en el sacerdocio murieron mártires: a mí, por el contrario, me ha tocado seguir vivo. Apenas había terminado mi formación, me arrestaron en 1947, tras un proceso falso e injusto. He vivido 17 años como prisionero y otros tantos de trabajos forzados. Prácticamente he conocido la libertad a los 80 años, cuando al fin, en 1989, he podido celebrar la primera misa con la gente. Pero al recorrer con el pensamiento mi propia vida, me doy cuenta de que ésta ha sido un milagro de la gracia de Dios y me sorprendo de haber podido soportar tanto sufrimiento.
Me han oprimido con toda clase de torturas. Cuando me arrestaron la primera vez me hicieron permanecer nueve meses encerrado en un cuarto de baño: tenía que acurrucarme encima de los excrementos endurecidos, sin lograr jamás extenderme completamente, tan estrecho era aquel sitio. La noche de Navidad me hicieron desvestir en este lugar y me ataron a una viga, de tal modo que podía tocar el piso sólo con la punta de los pies. Hacía frío; sentía el hielo que subía a lo largo de mi cuerpo: era como una muerte lenta. Cuando el hielo me estaba llegando al pecho grité desesperado. Mis guardias corrieron, me golpearon y luego me tiraron al suelo.
Con mucha frecuencia me torturaban con la corriente eléctrica: me metían dos alambres en los oídos. Era una cosa horrible. Durante un tiempo me amarraban las manos y los pies con alambres, y me echaban al suelo en un lugar oscuro, lleno de grandes ratas que me pasaban por encima sin que yo pudiera evitarlo. Llevo todavía en mis muñecas las cicatrices de los alambres que se me incrustaban en la carne. Vivía con la tortura de permanentes interrogatorios, acompañados de violencia física. Recordaba entonces los golpes sufridos por Jesús al ser interrogado por el Sumo Sacerdote.
Una vez me colocaron delante un papel y un bolígrafo y me dijeron: Escribe una confesión de tus crímenes y, si eres sincero, podríamos hasta mandarte a casa. Para evitar golpes y bastonazos empecé a llenar alguna página con los nombres de muertos o de fusilados, con los que nunca tuve nada que ver. Al final añadí: Todo lo que he escrito no es verdadero, pero lo he escrito porque me obligaron. El oficial empezó la lectura con una sonrisa de satisfacción, seguro de haber logrado su objetivo, pero cuando leyó los últimos renglones, me golpeó y, blasfemando, ordenó a los policías que me llevaran fuera, gritando: Sabemos cómo hacer hablar a esta carroña.
Al salir de la prisión, me enviaron a trabajos forzados como obrero en una finca estatal: me pusieron a trabajar en la recuperación de los pantanos. Era un trabajo fatigoso y con la poca alimentación que teníamos se nos reducía a gusanos humanos: cuando uno de nosotros caía extenuado, le dejaban morir. Pero en aquella etapa logré decir misa de manera clandestina y sólo desde el ofertorio hasta la comunión. Conseguí un poco de vino y algunas formas, pero no podía confiar en nadie ya que si me descubrían, me hubieran fusilado. En este trabajo en los pantanos estuve 11 años.
El 30 de abril de 1979 me arrestaron por segunda vez, me registraron y me llevaron a la ciudad de Scurati. No tenía consigo más que el rosario, un cortaplumas y el reloj. Después de la requisa me tiraron al suelo de una celda. Me daba cuenta que me dirigía a un nuevo calvario; pero de improviso la desolación dio paso a una extraordinaria experiencia de Jesús. Era como si Él estuviera allí presente, de frente a mí, y yo le pudiera hablar. Fue determinante para mí. Comenzaron de nuevo las torturas y otro proceso: el 6 de noviembre de 1979 me condenaron a a morir fusilado. La causa que adujeron fue sabotaje y propaganda antigubernativa Pero, dos días después, la pena de muerte fue conmutada por 25 años de prisión.
Así ha trascurrido mi vida, pero jamás he albergado en mi corazón sentimientos de odio. Después de la amnistía, un día me encontré con uno de mis torturadores, sentí el impulso interior de saludarlo y lo besé. La formación que recibí en la Compañía de Jesús me había acostumbrado a la idea de que la fidelidad al Señor es lo más importante en la vida de un jesuita y que a veces hay que pagarla a un alto precio, incluso con la propia vida. Pero hoy, contemplando en el 5 misterio glorioso del Rosario, la gloria de María en el cielo, y pensando que también a nosotros se nos ofrece esta gloria futura con Dios, no puedo hacer otra cosa que dirigirme a vosotros, con las palabras de san Pablo: Estimo que los sufrimientos del mundo presente no son comparables con la gloria que ha de manifestarse en nosotros (Rom 8,18). Mientras contemplamos la gloria de María, permanezcamos fieles, en pie, con dignidad cerca de de la cruz de Jesús, sin importarnos el modo en que esa cruz se presente en nuestra vida. Esta es la verdadera enseñanza de mi vida: en todos lo momentos de sufrimiento y de dificultad nosotros salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó (Rom 8,37).
¡Alabado sea Jesucristo!
13 comentarios
No conocía este testimonio. Gracias
ResponderEliminarEs impresionante. Genial el final: " en todos los momentos de sufrimiento y de dificultad nosotras salimos vecedores gracias a Aquel que nos amó"
Y cuanto mas buenos más se les critica. Hoy por ejemplo, he visto foros en los que se insultaba a la Iglesia por beatificar a fray Leopoldo, autentico hijo de san Francisco y no hablemos de la próxima beatificación del cardenal Newmann. Esto me recuerda a Mateo 11,18:"Porque vino Juan que ni comía ni bebía, y dicen: "Demonio tiene".Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen:"Ahí tenéis a un bebedor y un borracho, amigo de publicanos y pecadores"...
ResponderEliminar2000 años después seguimos siendo unos criticones que no valoran lo que es bueno.
Impresionante testimonio de amor a Dios, poco se puede añadir a todo lo expuesto pues se me ha quedado el corazón sobrecogido al mismo tiempo que lleno de una extralña paz que me hace decir que todo vale la pena...
ResponderEliminarGracias Angelo, un abrazo .
Es verdad que nos quejamos de cualquier cosa Ángelo.
ResponderEliminarEl caso es que este sacerdote dice convencidísimo que le compensa sobradamente.
Este sacerdote es un atleta espiritual.
Todo un ejemplo.
Nadie da la vida por una mentira, nadie pasa por ese calvario sino cree firmemente en lo que defiende.
¿Pasarían por este sufrimiento todos los falsos profetas que hoy día prentenden vendernos sucedáneos de felicidad?
¿Pasarían por eso todos los que hoy día se llenan la boca hablando de libertad, igualdad, derechos solidaridad...etc?
¿Que impresionante!
ResponderEliminar¡Con el Señor surgen los titanes de la fé!
Me impresiono bastante.
¡Gracias Angelo!
¡Feliz inicio de semana!
Besos.
¡Gracias!
ResponderEliminarUn testimonio estremecedor. Y aunque esas dictaduras comunistas 'parecen' muertas, todavía quedan muchos sitios en el mundo donde esa persecución atroz tiene lugar.
ResponderEliminar"pero de improviso la desolación dio paso a una extraordinaria experiencia de Jesús. Era como si Él estuviera allí presente, de frente a mí, y yo le pudiera hablar. Fue determinante para mí."
ResponderEliminarJesús es el amigo que nunca falla.
Siempre estuvo junto a el, pero sin hacerse notar hasta que le regaló la experiencia de su presencia junto a Él.
Ese es el punto de inflexión,
ya nada puede ser igual después, sabiendo que Jesús está contigo, en tí.
"la fidelidad al Señor es lo más importante en la vida..."
Gracias Ángel, no conocía este testimonio.
A esta vida crucificada del P. Antón Luli sólo se puede añadir: AMÉN.
ResponderEliminar¡Dios mío, cuánto sufrimiento!
P. Anton Luli: "Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy particular con respecto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo. Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida".
ResponderEliminarHola Ángel.
ResponderEliminarImpactante y edificante historia la que nos relatas hoy.Este sacerdote, como tantos otros en la dictadura comunista, han dado y siguen dando un gran testimonio de vida y de fe.
Su santidad implícitamente, va encadenada al amor de Dios y en Dios, a sus hermanos.
Esas pobres almas que se dedican a propinar difamaciones, no sólo a los sacerdotes, sino a los que poseen la dicha de tratar de conocer a Cristo en su seguimiento, están testimoniando que en sus almas hay veneno inyectado, quizás no por ellos mismos; por alguna otra circunstancia que les ha aliado a la rebeldía espiritual.
Un fuerte abrazo.
No conocía el testamento espiritual de Pablo. Mañana mismo me hago con él.
ResponderEliminarQuerido Ángel, este testimonio, me ha conmovido gratamente.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo!
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