¿Dónde están los hombres en la Iglesia?

¿Dónde están los hombres en la Iglesia? Valentía, fe y presencia en la vida cristiana
Hombre rezando en iglesia

Hace unas semanas, en la misa diaria de la mañana, el sacerdote comentó algo que me llamó la atención: había contado entre los asistentes diez mujeres y solo cuatro hombres. Lo mencionó en la homilía casi al pasar, como quien deja un dato curioso en medio de su reflexión.

Una ausencia que llama la atención

Por la tarde, en la adoración, me volvió a la mente aquella observación y, llevado por la curiosidad, decidí hacer mi propio recuento. Allí estaba yo, casi como un notario improvisado, con el rosario en la mano en lugar de la pluma. El resultado fue incontestable: treinta mujeres y apenas ocho hombres. Y pensé: con esa alineación, ni siquiera completábamos un equipo de fútbol… aunque, al menos, suplentes no nos faltaban. Disculpad el humor, pero la escena me arrancó una sonrisa incluso en medio del silencio de la adoración.

El eco del Evangelio

Y entonces surgió la pregunta inevitable: ¿dónde están los hombres? Esa misma escena me recordó lo que tantas veces he escuchado en homilías o reflexiones, cuando se nos ha presentado el pasaje de la Pasión: todos los discípulos huyeron… solo Juan permaneció junto a María.

No deja de ser revelador: en el momento más duro, cuando Jesús más necesitaba de la cercanía de los suyos, los hombres desaparecieron. Y no eran desconocidos, eran sus elegidos, aquellos que habían compartido mesa, camino y confidencias con Él. Pedro, que había jurado fidelidad eterna, lo negó; Tomás dudó; Judas traicionó. Solo Juan resistió, sostenido junto a María al pie de la cruz.

Un patrón que se repite hoy

Ese mismo patrón lo vemos hoy. En muchas familias, la madre carga con la fe de los hijos mientras el padre se ausenta; en matrimonios, no pocos hombres buscan la salida rápida al primer tropiezo; y en parroquias cuesta encontrar hombres comprometidos más allá de la misa dominical. Incluso en celebraciones especiales —bautizos, comuniones, bodas—, algunos prefieren salirse a la cafetería antes que permanecer dentro, incapaces, por pura cortesía, de aguantar media hora de ceremonia.

La falsa idea de una fe “débil”

Durante años se ha repetido la caricatura de que la fe es cosa de mujeres. Ahí está la palabra "beatas", usada en tono despectivo, como si rezar fuera un pasatiempo de señoras mayores. Y muchos hombres lo creyeron, convencidos de que la religión no era para ellos, como si cultivar la fe fuera sinónimo de debilidad.

Hombre con rosario en alto

El peso de la fe en las mujeres

Pero basta abrir el Evangelio para descubrir que seguir a Cristo exige coraje, riesgo y decisión. No es un juego piadoso, sino una llamada a remar contracorriente y a dar la vida si es necesario. Lo supieron los primeros mártires, y también lo han mostrado hombres de fe recientes: san Maximiliano Kolbe, que entregó su vida en Auschwitz para salvar a un padre de familia; san José Sánchez del Río, que con apenas catorce años prefirió morir antes que renegar de Cristo; o los mártires coptos de 2015, degollados en una playa por confesar el nombre de Jesús. Su ejemplo no es una llamada al martirio, sino a vivir con valor nuestra fe de cada día, sin avergonzarnos de seguir a Cristo allí donde estemos.

Sin embargo, al mirar nuestras comunidades, vemos que ese peso sigue recayendo sobre todo en las mujeres. Son ellas quienes sostienen la oración diaria, quienes transmiten la fe a los hijos, quienes llenan los grupos parroquiales y no dejan vacía la capilla del Santísimo. Son sus lágrimas, sus oraciones y súplicas, vividas en una fidelidad admirable, las que han salvado a muchos de sus hijos de una vida de pérdida o incluso de muerte.

La paradoja de mostrarse

Y entonces la pregunta vuelve a resonar: ¿qué nos pasa a los hombres? Nos educaron para ser fuertes y no mostrar debilidad, pero cuando la vida aprieta solemos ser los primeros en huir. Nos incomoda la vulnerabilidad de rezar, de arrodillarnos, de reconocer que necesitamos de Dios. Preferimos lo visible y medible. Y en lo cotidiano, podemos hablar horas de deporte, tecnología o trabajo —cosas buenas en sí mismas—, pero dejamos en segundo plano lo esencial: nuestra relación con Dios.

A la hora de mostrar algo importante de nosotros en las redes, casi siempre comenzamos por el perfil. Y ahí me encuentro con muchos hombres que —permíteme llamarlas con un poco de humor— publican sus selfies bíceps, como si la mejor carta de presentación fuera la fuerza exterior. Y lo llamativo es que no hablo de desconocidos, sino de creyentes y practicantes. No lo digo para criticar, sino como constatación de lo fácil que nos resulta mostrar lo de fuera y lo difícil que nos resulta mostrar lo de dentro. Ahí está la paradoja: exhibimos con orgullo la fuerza del brazo, pero escondemos la fuerza del corazón.

La fortaleza que no se ve

La verdadera fortaleza no está en los músculos, ni en la resistencia de una noche de copas, ni en la velocidad con la que corremos detrás de un balón. Está en permanecer fiel cuando cuesta, en sostener la esperanza cuando todo parece perdido, en defender la verdad aunque suponga quedarse solo. Eso lo entendió José, el carpintero de Nazaret, que sin hacer ruido cargó con la misión más grande que un hombre haya recibido. Y lo entendieron los apóstoles después de Pentecostés: aquellos que habían huido fueron después valientes hasta dar la vida por Cristo.

Quizá ahí esté la raíz: nos da vergüenza mostrar nuestra fe y vivir con coherencia. Nos resulta más cómodo aparentar seguridad en lo superficial y esconder lo esencial. Pero sería injusto generalizar: ese grupo fiel —aunque pequeño— de hombres que permanecen en las iglesias es una muestra preciosa de lo contrario. Sin grandes palabras, con su oración y su constancia, sostienen la comunidad y nos recuerdan que sí es posible vivir la fe con coherencia y valentía.

Por eso, la Iglesia necesita también hoy hombres valientes. No héroes de novela, sino hombres de carne y hueso que no se escondan, que no deleguen siempre en las mujeres lo que también es nuestra responsabilidad. Hombres capaces de arrodillarse, de rezar, de servir, de permanecer. Porque la fe no es un adorno opcional ni una práctica para “sensibles”: es el lugar donde se juega lo más profundo de nuestra vida.

Quizá no podamos cambiar las estadísticas de un día para otro, pero sí podemos cambiar nuestro corazón. Cada hombre que decide quedarse, orar y comprometerse ya rompe la inercia de la huida. Poco a poco, como brasas que encienden un fuego, surgirán más hombres dispuestos a dar un paso al frente. Ojalá cada vez más descubramos que estar ante Dios no nos resta hombría, sino que nos devuelve la dignidad y el coraje más auténticos.

Y al terminar estas líneas, no puedo dejar de expresar mi admiración y agradecimiento a tantas mujeres que, con su ejemplo fiel y su constancia, nos interpelan cada día y nos recuerdan el camino de una fe vivida con valentía y amor.

Y yo me pregunto… si presumimos de todo en la vida, ¿por qué escondemos justo lo que nos sostiene por dentro?

Un canto que se convierte en declaración: “No me avergüenzo del Evangelio”. Que también nosotros sepamos vivir nuestra fe sin ocultarla, con valentía y amor.

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