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Triduo Pascual : Sábado Santo


Estoy muerto.
Me han sepultado en un lugar que no es mío.
Me han prestado una tumba.

Recién ahora descanso
después de tantos latigazos.
La carne, abierta de heridas, ya no respira.
La sangre se ha detenido.
Ha sido toda vertida.

El corazón se ha traspasado.
Me han partido en dos.
Nada quedó perdonado.
Todo fue ultrajado.
Todo roto.
Estirado y descoyuntado.

Bebí mi propia sangre
y también bebí vinagre,
Ácido calmante para tantos dolores y espasmos.

Nada me calmaba.
Ni moverme podía.
Ni siquiera mi peso sostenía.
Todo inmóvil y clavado.
Todo sujeto y expuesto.
Para recibir todo el dolor posible
y todas las miradas.

Mis ojos quedaron sin luz
igual que mi interior.
Todos los abandonos para el Abandonado de Dios.
Todos los silencios para quien es la Palabra.
Un solo grito para rasgar mi garganta:
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

Nadie contestaba en medio de tanto desierto.
Mis latidos se fueron pausando.
Se fueron calmando heridas y espinas.
Toda mi piel y mi carne hecha jirones,
Bañadas de polvo y saliva.

Revolotean las moscas y los cuervos.
Toda mi desnudez es para ellos.
No puedo cubrirme de nada, ni de nadie.
Todas las miradas me exploran y me despojan aún más.
Nada ha quedado oculto.
Nada ha quedado para mí.
Todo ha sido quitado y despojado.
Todo arrebatado.

A veces cerraba mis ojos para no verlos.
Me miraba hacia adentro.
Todo vaciado y profanado.

Llega un momento en que uno se quiere morir.
Tal vez la muerte sea un descanso,
un paréntesis,
un lapso y un paso,
una transición fugaz,
tan efímera como la misma vida.

Me llegaban de lejos algunos gritos.
Algunas miradas me acariciaban y me daban alivio.
Las lágrimas de ciertas miradas me bañaban y me limpiaban
de tanta sangre derramada.

El polvo del camino y de los clavos herrumbrados,
la madera sucia y usada,
áspera y agrietada
se metía en mi carne agujereada.

Ya no sabía que era adentro y afuera.
Todo había quedado abierto.

Estaba estirado y acalambrado,
roto y desgarrado,
quebrado.

Nada había quedado en su lugar.
Todo fue entregado.
No me defendí de nada.

Lo dí todo para que fuera pisado y picado,
triturado y mordido,
pisoteado y escarnecido.

Había perdido la noción del tiempo
y hasta parecía que la memoria estaba sin recuerdos.
Sólo el dolor era presente.
Con la conciencia de punzadas intensas.

Ya no tenía lágrimas.
Algunas cayeron.
Agua salada alivió mi boca reseca y mi garganta despellejada.

Los clavos de mis manos
me amarraban y me ajustaban.
Me asfixiaba.
Ni siquiera podía mover mi pecho para respirar.
Todo dolía.
Hasta el viento cuando rozaba las heridas.

Después de eso,
antes de morir
Se hizo un gran silencio dentro de mí.

Se borró todo lo exterior.
Nada más vi.
Nada escuché, ni percibí.

La soledad se hizo silencio
y el silencio fue profundo como el mar.

Supe que había llegado el final.
Entonces desaté mi interior.
Seguía clavado pero estaba libremente desatado.
Pronto para irme.
Toda había sido cumplido.
Todo había sido agotado.
No quedaba nada.
Nada quedaba de mí.
En todo me fui.

Ahora estoy muerto.
Yaciente en mi silencio.
Con ungüento mi carne
y aceite en mis lastimaduras.
Con bálsamo en las heridas
y lienzos para cada fragmento de piel.

Ahora estoy en paz.
Con cicatrices y esquirlas en mi carne.
Heridas que se cierran y se abren.

Estoy muerto.
En la penumbra de este hueco sin ecos.
Ahora soy yo el que espero.

Pronto vendrá el destello y el temblor.
Se moverá el rigor de la piedra.
Se estremecerá el sol.

Pronto será el alba.
Se terminará la noche prolongada.
Pronto dejaré este sudario y esta mortaja.
Dejaré de ser un muerto.
Haré el camino de regreso.
                                                                                            Eduardo Casas

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